La abeja haragana (Cuentos de
la selva, 1918)
Había una vez
en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría
los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en
vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues,
una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el
aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que
hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas,
y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba
muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a
salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se
mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es
el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las
abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de
la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas
cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos
en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran
experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido
todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues,
detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera:
es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino
de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la
tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le
respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron
pasar.
Al anochecer
siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la
abejita exclamó:
—¡Si, sí,
hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le
respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril.
Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota
siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo
esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el
veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia
de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un
viento frío.
La abejita
haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito
que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que
estaban de guardia se lo impidieron.
—¡No se
entra! —le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le
contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las
abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo
esto la empujaron afuera.
La abejita,
sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se
veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el
cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose
entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y
piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la
colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
—¡Ay, mi
Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el
descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces,
temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se
arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó
rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no
iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló
bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color
ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad,
aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado
hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras
comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al
encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós mi
vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran
sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le
dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar
aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la
culpa.
—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del
mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja,
temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es
justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres
saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú
crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más
justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la
abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la
abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con
justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó
atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace
eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer
dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo,
te como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de
pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se
echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás
podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un
instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada.
Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un
eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos
hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de
eucalipto.
—Esto es lo
que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando
vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la
desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito
quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se
reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá
hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había
quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo,
cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esa prueba
es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que
nadie hace.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—.
¿Desaparecer sin salir de aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida —
dijo la culebra.
El caso es
que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de
examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era
un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una
moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no
tocarla, y dijo así:
—Ahora me
toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y
contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes,
¡ya no estaré más!
Y así pasó,
en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se
volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había
nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la
plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había
desaparecido.
La culebra
comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la
prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había
hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo
de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde
estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del
medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con
tu juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de
entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había
pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una
sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la
particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto.
Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación
es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas.
De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran,
ocultando completamente al insecto.
La
inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta
de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba
de él para salvar su vida.
La culebra no
dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la
abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que
había hecho de respetarla.
Fue una noche
larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared
más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y
el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho
frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando
en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y
ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás,
creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan
horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en
la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó
el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la
abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la
colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia
la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que
volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho
en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en
efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni
fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el
término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes
de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es
nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan
fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar
mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado
como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como
trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí
aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que
tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a
la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen
razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja
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